Ya están los campos blancos de escarcha por las mañanas. Lo veo desde el tren camino del trabajo.
La tierra se endurece como piedra y cruje al pisarla en las mañanas frías. Y poco a poco, con los rayos del primer sol de la mañana, se va deshaciendo, poco a poco, y queda ligeramente embarrada hasta que al mediodía se seca y se prepara para la nueva helada de la noche.
Es época de recolección de aceituna. Varas y mantones por los olivares infinitos de La Mancha y Andalucía.
Al primer palo al olivo, la escarcha te moja la cara. Pequeñas gotitas heladas te refrescan la tez mientras cae la aceituna al mantón. Las alderas se resisten a veces, y en las copas ya hay alguien con un varillo, donde no llegan las varas que, de vez en cuando, dispara alguna aceituna que te da en la cabeza, por encima del pañuelo o la gorra, y que duele levemente, apenas unos segundos.
Los pies se llenan de barro por la mañana, y a cada rato hay que limpiarse la suela, para no llenar de barro los mantones.
Después, o al mismo tiempo, las mujeres recogen los suelos. Con un cascabillo de bellota o una chapa de cerveza aplanada y dada la forma puesta en el dedo índice, se arrancan del suelo helado las aceitunas caídas hace semanas.
A media mañana un descanso para comer la torta. Alguien va a buscar el hato. Torta de aceite o de manteca. En la breve hoguera hecha con el montón de retallo seco, se calientan las manos y las ropas. Bebemos agua de la botella enguitada por mi abuelo. Fresca, con un regusto a esparto que aún recuerdo perfectamente.
Allà, entre los olivos se ven correr las perdices, o sale corriendo una liebre.
La parada para la comida también será breve. Tocino y chorizo con la hogaza de pan. Y de postre fruta, sentados al rededor del fuego, con el espectacular escenario de los olivares inacabables. Hay prisa, que hay que acabar pronto.
Al atardecer, cuando al sol le quedan cuatro dedos para el horizonte, es hora de recoger los mantones y poner las varas en el carro para que no se nos haga de noche antes de volver al pueblo.
Con esfuerzo se suben los sacos al carro. Uno a uno. Y luego a la cooperativa, lentamente por la carretera escasa, entre espuertas, mantones y la tranquilidad de tenerlo todo hecho por aquel día. O casi. En la cooperativa habrá que esperar, a veces por largas horas, para descargar en la báscula. Huele a jamila y a orujo.
Cuanto más tiempo pasa, cuanto mayor me hago, más agradecido estoy a mis padres y a mis abuelos.
No sólo han dedicado su vida a intentar que sus hijos tuvieran lo que ellos no tuvieron, sino que también tuvieron el enorme acierto de dar a sus hijos un poquito de lo que ellos tuvieron.
Solo se puede valorar lo que se conoce.