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A propósito de la Meritocracia

Leo con preocupación que vivimos en un sistema Meritocrático.

Llevo días dándole vueltas al asunto y, aunque a simple vista la cosa no es preocupante… resulta que la cuestión es muy grave.

La RAE, respecto del mérito, nos dice:

mérito
(Del lat. merĭtum).

1. m. Acción que hace al hombre digno de premio o de castigo.
2. m. Resultado de las buenas acciones que hacen digna de aprecio a una persona.
3. m. Aquello que hace que tengan valor las cosas.

Y la términación -cracia (del griego κρατία) indica dominio o poder

Así, supuestamente, vivimos en un sistema en el que el poder està en manos de aquellas acciones dignas de premio o de castigo. Y en consecuencia de aquellos que las llevan a cabo.

Por lo tanto, unos comportamientos o acciones adecuadas llevan a premios y unos comportamientos o acciones malas llevan a castigos. Parece justo, ¿verdad?.

Hasta aquí todo parece inocuo e incluso obvio, pero por debajo de este asunto, en su lógica/raíz asoma la patita negra y peluda de un monstruo que, mucho me temo, está en el origen de una de las contradicciones de pensamiento de nuestro tiempo…

Si es cierto que hay acciones que merecen premio y acciones que merecen castigo, podemos concluir que hay acciones buenas y acciones malas. Por lo tanto se establece una relación causa-efecto entre acciones y premios y castigos: acción buena = premio y acción mala = castigo.

Pero…. (y aquí el monstruo) ¿merecemos lo que nos sucede?

¿Merece el pobre su pobreza y el rico su riqueza, por ejemplo?…. no se si veis por dónde va el asunto….

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Alain de Botton escribió hace un par de años un libro interesante: «Ansiedad por el estatus«.

Dice de Botton que «Nos produce ansiedad el lugar que ocupamos en el mundo, y la humanidad ha intentado superar por diversas vías esa ansiedad».

Así, la humanidad se ha esforzado a lo largo de los siglos en justificar adecuadamente sus fracasos interpretándolos adecuadamente…..
Aproximadamente entre el año 30, cuando Jesús comenzó su ministerio, hasta la segunda mitad del siglo XX, las capas más bajas de las sociedades occidentales dispusieron de tres historias o argumentos sobre su propia importancia que, mientras resultaron creíbles, debieron de tener un efecto reconfortante e inhibidor de la ansiedad sobre sus oyentes:

Primer argumento: Los pobres no son responsables de su situación y son la parte más útil de la sociedad.

Si hubieramos preguntado a cualquier miembro de la sociedad medieval o premoderna occidental cuál era la base en la que se apoyaba la división social entre ricos y pobres, campesinos y nobles, lo más probable es que la pregunta hubiera resultado extraña. Simplemente Dios había querido que existiera esa división.

Los campesinos eran, además, la clase productiva de la sociedad. Los únicos que realmente generaban riqueza frente a nobles y clero que eran consumidores de la riqueza creada.

Este hecho les garantizaba, en cierto modo, la protección y el «respeto» de sus señores, aunque sólo fuese porque eran el único medio de producción existente.

Ese estado natural de las cosas hacía que el hecho de ser pobre no tuviese connotaciones de responsabilidad personal y dado que la permeabilidad social era prácticamente nula, nacer pobre era morir pobre y poco o nada podía uno hacer para cambiar su situación.

Segundo argumento: El estatus inferior carece de connotaciones morales

Desde la perspectiva cristiana, ni la riqueza ni la pobreza servían como guía precisa para alcanzar el valor moral. Jesús era el hombre de más categoría, el más santo y, sin embargo, en la tierra había sido pobre, lo cual eliminaba cualquier simple ecuación entre rectitud y posición terrenal.

Por eso, en las tranquilizadoras historias del Nuevo Testamento los pobres observaban cómo los ricos no lograban pasar por el ojo de una aguja, escuchaban decir que serían ellos, y no esos ricos, los que heredarían la tierra, y recibían garantías de que serían de los primeros en cruzar las puertas del reino celestial.

Tercer argumento: Los ricos son pecadores y corruptos y han logrado sus riquezas robando a los pobres.

Este es la idea fuerza que mueve entre 1754 y 1989 las grandes revoluciones de la era contemporanea, desde la Revolución Francesa hasta el Octubre Rojo o la Caída del Muro. A los pobres se les recuerda que los ricos son ladrones y corruptos y que han logrado sus privilegios mediante el saqueo y el engaño, no por su virtud y talento. Además, los privilegiados han manipulado de tal forma la sociedad que los pobres no pueden esperar mejorar su destino de forma individual, aunque fuesen capaces y voluntariosos. Su única esperanza es la protesta social masiva y la revolución.

De tres formas diferentes, estas tres historias proporcionaron consuelo a las personas de estatus inferior entre el año 30 y 1989. Por supuesto no eran las únicas que circulaban, pero sí tenían autoridad y mucho público. Orientaban a los menos afortunados hacia tres ideas reparadoras:
  1. Que ellos eran los auténticos creadores de riqueza social y que, en consecuencia, merecían respeto.
  2. Que el estatus terrenal carecía de valor moral ante Dios y que
  3. En cualquier caso los ricos no merecían honores, porque no tenían escrúpulos y habían de terminar mal en una serie de inminentes y justas revoluciones proletarias.

El problema es que la imposición del sistema capitalista de pensamiento ha transformado estas tres historias en otras tres historias total y abolutamente desesperanzadoras:

Primera historia: Los útiles son los ricos, no los pobres.

«Los útiles son los ricos porque su gasto y su inversión proporciona empleo a todos los que están por debajo de ellos y, en consecuencia, ayudan a sobrevivir a los miembros más débiles de la sociedad. Sin los ricos, los pobres no sobrevivirían. «


«Las antiguas teorías económicas condenaban a los ricos por apropiarse de una parte demasiado grande de lo que consideraban una reserva limitada de riqueza nacional, pero las modernas consideran que el pez gordo no solo no devora a los pequeños sino que les ayuda, gastando dinero y proporcionandoles trabajo. Puede que el pez gordo sea arrogante y ordinario, pero mediante el mercado, sus vicios se transforman en virtudes». Hume citado por Adam Smith.

Este paradigma moderno pasa a estar profundamente arraigado en el último cuarto de siglo.

Segunda historia: El estatus propio tiene connotaciones morales.

Antes no tenía sentido creer que el lugar de cada uno en la jerarquía social reflejara cualidades reales. Se podía ser inteligente, agradable, capaz, rápido y creativo y estar fregando suelos. Y se podía ser pusilánime, degenerado, decadente, sádico e insensato y gobernar una nación.

Poco a poco el paradigma pasa a ser que tanto la élite como los pobres se merezcan sus propias desigualdades: «Europa precisa una auténtica aristocracia, solo que debe ser una aristocracia del talento. Las falsas aristocracias son insoportables». Carlyle.

Lo que Carlyle quería, aunque todavía el palabro no estaba inventado, era una MERITOCRACIA.

El peligro es terrible: si todo el mundo ha tenido la misma educación y la misma oportunidad de acceder a una carrera profesional, las diferencias de renta y de prestigio se verían justificadas por los propios talentos y debilidades de los individuos. En tal caso, no habría necesidad de igualar las rentas. Los privilegios serían merecidos, al igual que las penurias….

Lo más grave de esto, es que la fe creciente en la existencia de una relación fiable entre mérito y posición otorga al dinero una nueva calidad moral. En un mundo meritocrático en el que las únicas cosas que pueden granjear un trabajo de prestigio y bien pagado son la inteligencia y la capacidad, pasa a ser sensato considerar que la riqueza es signo de carácter. Los ricos no sólo tienen más dinero sino que, simplemente, son mejores.

Así, si los triunfadores merecen su éxito, ya que se debe a sus capacidades e inteligencia, necesariamente los pobres o fracasados merecen su fracaso. Con este cambio de paradigma, la pobreza pasaba de considerarse algo lamentable a ser, además, algo merecido

Y esto nos lleva a la,

Tercera historia: Los pobres son pecadores y corruptos y deben su pobreza a su propia estupidez.

Con el advenimiento de la meritocracia económica, en ciertos sectores los pobres dejan de ser considerados desafortunados, destinatarios de la caridad y del complejo de culpa de los ricos para ser vistos como unos fracasados, merecedores del desprecio de enérgicos individuos hechos a si mismos, no proclives a sentirse avergonzados de sus mansiones o a verter lágrimas de cocodrilo por aquellos de cuya compañía habían escapado.

Además, para quien no triunfa, tener que responder ante sí mismo y ante los demás a la pregunta de por qué sigue siendo pobre, si en algún sentido es en algo inteligente y capaz, se convierte en un problema grave y doloroso de esta nueva época meritocrática.

Al escarnio de la pobreza, el sistema meritocrático añade ahora el insulto de la vergüenza….

Nace así el Darwinismo social.

Otro día abundaré en estas ideas, que están en la base del pensamiento neocon, por ejemplo.

Blog de Pere Rodriguez